Mira un adelanto exclusivo del segundo libro de Pablo Escobar


Aunque Sebastián Marroquín, como se llama ahora el hijo de Pablo Escobar, era todavía un niño cuando su padre llevaba a cabo exitosos negocios de narcotráfico, él afirma recordarlo todo.

Así es como escribió su primer libro “Pablo Escobar, Mi Padre” altamente vendido en librerías de toda Latinoamérica por la popularidad del narco, aún veintitantos años después de su muerte. Ahora, Sebastián intenta tener el mismo éxito con “Pablo Escobar, in fraganti: lo que mi padre nunca me contó” (Editorial Planeta, 2016) será presentado en estos días en distintos países de la región y nuestro asociado Infobae accedió de manera exclusiva a uno de los capítulos más misteriosos de la vida del capo: cómo transportaba el dinero desde Estados Unidos hacia Colombia. Veamos el fragmento:

Como ya he relatado en varios pasajes de este libro, a lo largo de su carrera criminal mi padre hizo muchas cosas sin que nosotros, su familia, nos enteráramos. Pero el episodio que voy a contar, de cuya existencia vine a saber a propósito de la investigación para este libro, muestra que sus alcances como delincuente no tenían límite alguno. Quien me lo cuenta es ‘Quijada’, el tesorero personal de mi padre, el hombre que por años le manejó decenas de millones de dólares en ingresos por la venta de cocaína en Miami, Nueva York y Los Ángeles, y cuya historia contaré en detalle en este capítulo.

Todo ocurrió en un viaje que mi padre, mi madre, yo y algunos familiares, hicimos a Estados Unidos en 1983, a raíz del estreno de su nuevo avión Lear Jet, una moderna aeronave de dos turbinas pintada de blanco con franjas amarillas y anaranjadas. Según los planes, estaríamos varios días en Miami y de ahí viajaríamos a Disney World y a Washington para luego regresar a Medellín.

El avión con su respectivo piloto y copiloto aterrizó en el aeropuerto de Tamiami, un pequeño terminal aéreo privado en el condado de Miami-Dade, al que acceden aeronaves tipo ejecutivo de todo el mundo. Una vez bajamos nos recibió ‘Quijada’, quien saludó efusivamente y nos presentó a dos conductores y dos empleados que habían ido al aeropuerto a ayudar a trasladarnos al Hotel Omni, en el 1601 de Biscayne Boulevard en Miami. Mientras estábamos en ese ‘corre corre’, ‘Quijada’ le hizo un gesto a mi padre indicándole que quería hablar un momento a solas con él. Luego de charlar durante un rato, mi padre le dijo que el paseo duraría diez días y que el avión permanecería ahí mientras regresábamos. Pero ‘Quijada’ tenía otra idea.

—Dele, señor, no hay problema, pero le cuento que estoy ‘llenito’.

‘Quijada’ recuerda esa frase porque con ella le quiso decir a mi padre que tenía escondidos varios millones de dólares en una caleta, a la espera de poder enviarlos a Colombia. Mi papá entendió el mensaje y no tuvo problema alguno en aprovechar el avión para cargarlo con cajas repletas de dinero. Así, mientras nosotros nos dirigíamos al hotel, mi padre y ‘Quijada’ organizaron el traslado de los dólares desde la casa donde estaban almacenados, así como el posterior cargue en la aeronave. Cuando ‘Quijada’ enviaba el dinero producto de la coca en aviones, empacaba billetes de 20, 50 y 100 dólares, pero en esta ocasión sugirió despachar los de 5, 10 y 20 dólares porque ocupaban demasiado espacio en las caletas y tardaba más tiempo negociarlos. Mi padre y ‘Quijada’ supervisaron el ingreso de las cajas a la aeronave, que quedó tan llena que los asientos del piloto y el copiloto se inclinaron ligeramente hacia adelante. ‘Quijada’ estima que en ese viaje fueron enviados cerca de 12 millones de dólares a Medellín. Una vez el avión despegó del aeropuerto de Tamiami, mi padre y su tesorero fueron a buscarnos al hotel para continuar el paseo.

—Ese avión iba tan lleno, que una vez cuando fuimos a cerrar la puerta nos tocó empujarla.

En aquel entonces yo tenía escasos seis años de edad y fue justamente en ese paseo donde fue tomada la fotografía en la que yo aparezco al lado de mi padre en la reja principal de la Casa Blanca. También recuerdo el susto que nos llevamos con mi madre cuando mi papá, sin medir el riesgo, decidió entrar con documentos falsos al edificio central de FBI para realizar un tour.

La historia de ‘Quijada’ llama la atención porque le correspondió ejercer de tesorero de mi padre en una época en la que los controles bancarios, migratorios y aduaneros en Estados Unidos eran casi que inexistentes. Por eso fue tan eficaz en el envío de dólares a Colombia y quizá por ello fue que durante varios años mi padre llegó a recibir dinero a raudales, al punto de ser considerado uno de los hombres más ricos del mundo.

El recorrido de ‘Quijada’ se remonta a los primeros años de la década del setenta del siglo pasado, cuando su familia llegó a vivir a una casa en el barrio La Paz del municipio de Envigado, donde ya habitaban los Henao y los Escobar, las familias de mi madre y mi padre.

‘Quijada’ era de corta edad entonces y por ello permanecía al margen de lo que hacía un grupo denominado la ‘pesada’, es decir, jóvenes que empezaban a realizar fechorías, que conquistaban las muchachas más bonitas, que se les notaba el afán de tener dinero en el bolsillo. Entre ellos sobresalía mi padre.

—Los de la ‘pesada’ nos la montaban a los más chiquitos; a tal punto que el día que Pablo y Gustavo Gaviria llegaron al barrio con dos potentes y lujosos automóviles Porsche, nos tocó lavárselos. Es que además eran los únicos carros que había en el barrio La Paz. Lo mismo pasaba cuando llegaban en las motocicletas con las que acababan de correr en alguna competencia… nos tocaba limpiarlas, porque quedaban repletas de fango.

Desde la distancia, ‘Quijada’ fue testigo de la manera como mi padre y su primo Gustavo se hicieron delincuentes. Y entre otras muchas fechorías de ellos, recuerda el robo de lápidas de los cementerios cercanos a Medellín; el hurto de 12 automóviles Renault 4 nuevos de la planta de Sofasa en Envigado; y el fallido contrato de repartición de directorios telefónicos porque los pillaron haciendo trampa.

Sin embargo, la permanencia de ‘Quijada’ en el barrio tenía fecha de vencimiento porque su madre, que vivía en Nueva York, logró que le otorgaran la residencia a su hijo y se lo llevó a mediados de 1976. Ya en la capital del mundo, ‘Quijada’ trabajó como mesero en restaurantes, soldador en edificios en construcción y mensajero, hasta que tres años después recibió una llamada de mi padre, quien le ofreció trabajo en Miami y le pidió viajar allá cuanto antes.

Sin saber bien de qué se trataba, ‘Quijada’ aceptó la propuesta y se instaló en la capital del sol con algunos empleados de confianza de mi padre, que poco a poco lo llevaron a administrar todo el dinero que producía la cocaína enviada desde Colombia.

—Al comienzo me instalé en una casa por Kendall y empecé a llevar cuentas para aquí y para allá, hasta que aprendí cómo funcionaba la operación. Luego me conectaron con un empresario colombiano que vivía en Miami y con quien empecé a ir a varios bancos de Miami a llevar los dólares en tulas. Él era el ‘bajador’ de la plata, es decir, el dueño de las cuentas bancarias donde depositábamos lo que se recogía en la ciudad. Todo lo que hacíamos era de frente porque no había controles. Casi siempre me veía con él en la avenida Collins con 107, en Miami Beach, y de ahí salíamos a consignar el dinero que yo había recogido en la semana. En esa época eran uno o dos millones de dólares semanales.

Pero a medida que el negocio crecía, las responsabilidades de ‘Quijada’ se hacían más complejas. Kendall y Haialeah fueron los dos primeros sectores donde recogió el dinero que pagaban los distribuidores por la coca, pero muy pronto tuvo que ampliar su radio de acción e ir a siete sitios distintos de Miami. ‘Quijada’ hacía los recorridos en un automóvil Chevrolet Impala, principalmente porque su baúl era espacioso y por consiguiente cabían varias tulas repletas de dólares. Más tarde hizo la misma tarea en un Cadillac al que le adaptaron un botón para bajar la silla de atrás y hacerlo más amplio.


—Con ‘el Patrón’ las cosas fueron claras desde el comienzo: acordamos que yo me encargaba de recoger el dinero y enviarlo a Colombia, pero no me mezclaba con la distribución de la coca, a cuyo cargo estaba ‘Rafico’. También pactamos que yo me encargaba de contratar y pagarles a los trabajadores y él garantizaba que la ‘merca’ no faltara.

El negocio llegó a ser tan grande en los primeros años de los ochenta que ‘Quijada’ compró 12 casas en diferentes sectores de Miami, tres más en Nueva York y dos en Los Ángeles, y a todas les hizo construir caletas subterráneas con ascensor. Igualmente, llegó a tener una nómina de 35 empleados, algunos de ellos uruguayos, brasileros, mexicanos, colombianos y uno que otro estadounidense. Y para desplazarse por esas ciudades recogiendo dinero, ‘Quijada’ compró cerca de 50 automóviles para evitar que los reconocieran. Además, todos se comunicaban en clave a través de mensajes de beeper y teléfonos públicos.

—Hacíamos las consignaciones en nueve o diez bancos, los más grandes de Miami. Primero fue en el sector de Collins Avenue y luego en el Downtown (centro de la ciudad). Los gerentes ya me conocían y me dejaban entrar antes de abrir al público. Llegaba con varias maletas grandes y a veces con cajas de cartón. Luego bajaba a la caja fuerte y ahí me quedaba con uno o dos empleados del banco hasta las 5 de la tarde porque había que contar billete por billete. Esto sucedía tres veces a la semana porque yo esperaba hasta juntar bastante dinero para no tener que ir todos los días. Y eso que yo llegaba al banco con el dinero contado, porque tenía varias máquinas de contar billetes que funcionarios del mismo banco me ayudaban a comprar ‘por debajo de la mesa’, pues estaba prohibido por la ley.


No obstante, la eficaz estrategia montada por mi padre y su primo Gustavo Gaviria para lavar decenas de millones de dólares debió dar un giro inesperado en 1983, cuando ellos empezaron a quedar en evidencia como narcotraficantes, a la par que Estados Unidos puso en marcha un severo control en el sistema bancario.

—Pablo y Gustavo me llamaron un día y me dijeron que la situación se había complicado porque el acceso a los bancos se había cerrado y por ello debíamos inventar otra manera para mandar los dólares. Les pregunté si tenían contactos en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín y dijeron que sí. Yo les conté que tenía algunas conexiones en el de Miami y acordamos ensayar el envío de dinero mediante correos humanos.

Así lo hicieron y la idea funcionó inmediatamente. ‘Quijada’ contrataba hombres y mujeres que semanalmente traían a Medellín entre un millón y millón y medio de dólares en billetes de alta denominación, ocultos en maletas de mano.

—Cuando los correos salían hacia Colombia yo llamaba y daba algunas señales para identificar a quien llevaba la plata; por ejemplo, el de la camisa roja con tenis, o el de la gorra de béisbol; en Medellín, ‘Tibú’, uno de los hombres de confianza del ‘Patrón’, era el encargado de recibir el dinero.

La eficacia de los correos humanos fue tan alta que mi padre y ‘Quijada’ decidieron enviar dinero día de por medio. Por eso muy pronto empezaron a faltar personas que se arriesgaran a traerlo y también escasearon las señales de identificación de los mensajeros.

—No sabía qué hacer. ‘Que ese ya está repetido’, me decían. ‘Que esa vestimenta ya está muy usada’, insistían. Entonces los correos empezaron a viajar con motores de lancha, con esquís y con elementos muy reconocibles para su ubicación en el aeropuerto.

Pese al flujo continuo de correos humanos entre los aeropuertos de Miami y Medellín, buena parte del dinero recogido por ‘Quijada’ se quedaba guardado en caletas y ello representaba un alto riesgo. Entonces mi padre y Gustavo Gaviria encontraron una manera de resolver el problema: en electrodomésticos. Fue una operación gigante porque ‘Quijada’ compraba lavadoras, congeladores, neveras y hornos microondas, entre otros, y los enviaba repletos de dólares a través de una empresa exportadora domiciliada en Tampa, La Florida. Los aparatos llegaban ilegalmente a la casa de un pariente de ‘Quijada’ en Medellín, previo soborno a funcionarios de la aduana que los dejaban pasar sin mayor problema.

El negocio de mi padre crecía exponencialmente, pero a mediados de los ochenta la aparición del crack lo haría aún más rico. Sucedió cuando los traficantes estadounidenses que compraban la coca enviada por mi padre desde Colombia convirtieron el polvo en pequeñas rocas, una forma sólida de cocaína que se podía fumar. De ahí el nombre de crack.

Esta nueva variación masificó el consumo en las calles. Según un informe de la ‘Fundación por un mundo libre de drogas’, “en 1985 la epidemia del crack incrementó dramáticamente el número de estadounidenses adictos a la cocaína”.


—Al comienzo, el crack lo sacaban de mezclar cocaína y Coca-Cola; luego metían esa pasta en el microondas por varios minutos y más tarde la fumaban. Ese invento disparó el consumo y, claro, la demanda. Fue tanto el éxito del crack que tuve que conseguir más casas para encaletar la plata. Era una locura. En una sola casa llegué a tener 25 millones de dólares en un fin de semana. Yo llamaba al ‘Patrón’ y le decía ‘¿qué voy a hacer?’.

‘Quijada’ recuerda que aunque no era frecuente, numerosos empleados fueron detenidos por las autoridades con el dinero recolectado.

—Casi siempre los detenían con cinco, seis, siete, ocho millones de dólares; entonces llamaba a Medellín y le informaba al ‘Patrón’ o a Gustavo y luego les mandaba copia del indicment (expediente). Claro que no faltaba la ocasión en que los mismos agentes se quedaban con la plata y no la declaraban.

La intensidad de la guerra en Colombia se reflejó inevitablemente en las actividades de ‘Quijada’ en Estados Unidos y por consiguiente en las finanzas de mi padre. A finales de 1989, tras el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán y cuando la persecución a mi padre se hizo implacable, la comunicación entre ellos se cortó abruptamente y la carta se convirtió en el único medio posible para manejar el negocio, que entró en barrena.

—Quedé prácticamente aislado y no volvió a llegar ‘merca’ como antes. Por eso no volví a mandar plata. A veces ‘el Patrón’ me mandaba una carta en la que me decía por ejemplo que había logrado mandar 200 kilitos, pero eso ya representaba muy poco en términos del negocio. Además, mis contactos en Colombia prácticamente desaparecieron y me quedé sin hacer nada en Miami.

Este nuevo panorama, sumado al rumor de que de los enemigos de mi padre lo estaban buscando para eliminarlo, forzó a ‘Quijada’ a salir de Estados Unidos y buscar refugio en Panamá, donde permaneció varios años antes de regresar a Colombia, enfermo y sin dinero. Desde la distancia vería el final de mi padre.

Antes de finalizar la charla con ‘Quijada’ le pedí que habláramos de la mansión que mi padre compró en Miami, un tema que por años ha ocupado a los medios de comunicación, pero en particular desde 2014, cuando un empresario estadounidense la compró en diez millones de dólares y luego de demolerla salió con el cuento de que en su interior había encontrado no una sino dos cajas fuertes.

Respecto del palacete que mi papá compró en 1981 en North Bay, Miami Beach, por setecientos mil dólares, recordamos que se trataba de una enorme construcción de dos pisos, pintada de color beige, una de las pocas con muelle privado en esa zona de la ciudad, con una portada imponente, cinco habitaciones y piscina frente a una bahía. La casa fue vendida por una pareja de homosexuales que la entregaron amoblada.

—Claro que yo fui a esa casa muchas veces, casi a diario. Iba con Fernando y Carolina, una pareja de amigos. También asistí a varias fiestas.

Lo cierto es que una vez mi padre compró la mansión en 1979, hizo poner en el garaje una enorme y pesada caja fuerte que tiempo después fue robada en un asalto, al parecer realizado por cubanos recién llegados a Miami en calidad de exiliados. En la caja fuerte apenas había 30.000 dólares de mi padre.

—Siempre se dijo que los ladrones eran algunos de los cubanos conocidos como los ‘marielitos’, por aquello del éxodo de más de 120.000 cubanos desde el puerto de Mariel —recuerda ‘Quijada’.

Aunque yo era muy pequeño, mi madre me cuenta ahora que con mi papá fuimos al menos diez veces de vacaciones a esa casa, en periodos de no más de veinte días. Buena parte de las familias Henao y Escobar iban con cierta frecuencia y hasta una de mis tías se casó allí.

Pero la terquedad que caracterizaba a mi padre lo llevó a cometer el error de no venderla cuando Gustavo Gaviria —que tiempo atrás había comprado un apartamento de un millón de dólares— sugirió deshacerse de sus bienes raíces en Estados Unidos porque intuyó que las autoridades les pisaban los talones. Gustavo recuperó su dinero pero mi padre, confiado, creyó que nada sucedería. Incluso, un contacto suyo en Estados Unidos también le advirtió el peligro de perder sus propiedades, pero mi padre respondió que él solucionaría cualquier inconveniente, pues se jactaba de que él había ingresado el dinero con el que las compró —más de tres millones de dólares— y lo declaró en el aeropuerto de Miami. Grave equivocación porque en 1985 la justicia estadounidense habría de incautar la mansión y un complejo habitacional de doscientas viviendas que mi padre había comprado en el norte de Miami.

Me despedí de ‘Quijada’ con una extraña sensación. ¿Cómo entender que este hombre, que fue fiel a mi padre hasta que las circunstancias se lo permitieron, haya perdido todo el dinero que ganó durante su permanencia de varios años en Estados Unidos? ¿Cómo es posible que después de administrar la fortuna de un narcotraficante tan poderoso y multimillonario como mi padre, ‘Quijada’ afronte una situación económica tan difícil como la que percibí a lo largo de nuestra charla?

Sorprendente es además que ‘Quijada’ no se queja en absoluto de la precariedad en la que vive hoy; no tiene vivienda propia cuando alguna vez tuvo mansiones; se moviliza en bus, pero muchas veces lo hace a pie porque no tiene ni para el pasaje, en contraste con que en su mejor época no le faltaba un Cadillac último modelo con asientos de cuero rojo.

‘Quijada’ es un hombre al que recuerdo por su galantería, que nos atendía como a reyes cuando viajábamos a Estados Unidos, al punto que, por ejemplo, en un restaurante le regalaba al mesero US$ 200 de adelanto y luego le decía señalándonos a nosotros:

—Atiéndalos bien a ellos, que esta no es la propina todavía.

Al final, Quijada ha aprendido a vivir con nada, habiéndolo tenido todo. Y yo también aprendí a agradecerles a los enemigos de mi padre, por despojarnos por la fuerza de todo lo que heredamos de él, pues muy seguramente yo habría muerto en el esfuerzo inútil y desesperado por esconder tanto dinero.

—No se preocupen que yo no me voy a meter en el narcotráfico, porque lo considero una maldición —recuerdo que les dije a los jefes del cartel de Cali, que casi me matan en 1994 cuando me exigían que no siguiera el ejemplo de mi padre si quería conservar mi vida.

Hoy más que nunca estoy convencido de que lo mal habido no dura y por eso hay mucho de cierto en que el dinero del narcotráfico es maldito. No conozco narco jubilado ni viviendo en paz y lo único que veo es muertos o narcos en la cárcel. Mi padre amasó una fortuna que al final terminó por financiar su propia muerte, pero al mismo tiempo les salvó la vida a sus seres más queridos. Fuimos dueños de mucho, pero no poseíamos nada verdaderamente. Mientras más dinero teníamos, más libertad perdíamos. Es probable que los golpes de la vida nos lleven a ‘Quijada’, a mí, y espero que a muchos, a hacernos preguntas como ¿de qué sirve una mansión si no hay nadie que te esté esperando?


Con información de TKM

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